Paraguay está sintiendo en carne propia los efectos del cambio climático. Aunque persistan voces que lo niegan, la frecuencia e intensidad de los fenómenos extremos ya no dejan lugar a dudas. Sequías prolongadas, incendios voraces, bajantes históricas del río que afectaron el comercio exterior, y tormentas cada vez más violentas que anegan calles, derriban árboles, destruyen viviendas y paralizan ciudades, se han vuelto parte del paisaje habitual. Vivimos una realidad climática inusual, a la que no estamos acostumbrados y para la cual no estamos preparados.

Es justo reconocer que la ciudadanía ha empezado a adaptar sus hábitos. Muchas personas hoy están más atentas a las alertas, saben cuándo no salir, cómo proteger sus bienes y su integridad. Esto es fruto también del trabajo constante de la Dirección Nacional de Meteorología, que ha fortalecido su rol como fuente confiable de información y advertencia temprana.

No obstante, todas estas medidas son aún insuficientes. Nuestras ciudades, calles y rutas, sistemas eléctricos y redes de emergencia no están diseñados para este tipo de fenómenos. La infraestructura nacional sigue evidenciando una fragilidad alarmante frente a lluvias intensas, ráfagas de viento y calor extremo.

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Hemos lamentado pérdida de vidas de compatriotas, durante algunos de estos fenómenos. Ante esta realidad, es momento de actuar proactiva y preventivamente. Se necesita inversión pública en obras que resistan estos eventos.

Necesitamos también reforzar la educación en la prevención y la conciencia en cuanto a comportamientos que agravan los efectos de las inclemencias climáticas. Indispensable es que haya un compromiso del sector privado y de los organismos del estado en que las obras públicas integren el riesgo climático en su diseño y ejecución.

Cada tormenta que arrasa, cada bajante que frena la economía, cada barrio que queda a oscuras, es una señal de advertencia. No estamos hablando solamente de proteger calles, cosechas o viviendas. Se trata de cuidar vidas, futuro y país.