En el arranque de un nuevo periodo parlamentario, nos enfrentamos una vez más a la vergonzosa realidad de un Congreso Nacional que se desliza cada vez más hacia la decadencia. A lo largo del período democrático en nuestro país, hemos sido testigos de un declive constante en la calidad de la representación parlamentaria. Tuvimos períodos en los que el Congreso solía albergar a prominentes intelectuales, incansables luchadores sociales y oradores de alto calibre, en contrapartida hoy nos enfrentamos a lamentables espectáculos, declaraciones soeces y una búsqueda desesperada de protagonismo mediático, todo ello en detrimento de la verdadera función de uno de los pilares fundamentales para el fortalecimiento de nuestra democracia.

Recordamos con nostalgia épocas en las que las sesiones del Congreso eran auténticas cátedras, donde se debatían con seriedad y responsabilidad los asuntos que afectaban directamente a la vida de la República. Sin embargo, esos días parecen haber quedado atrás, reemplazados por un espectáculo cotidiano de figuras histriónicas y payasezcas. Lo que antes era una minoría hoy se ha convertido en un denominador común, donde la precaria formación y el escaso aporte a cuestiones trascendentales son eclipsados por un desfile diario de escándalos que desvían la atención de la opinión pública de temas fundamentales como la economía y proyectos a largo plazo para el desarrollo y aprovechamiento de las riquezas de nuestra nación.

No podemos pasar por alto el hecho de que, en lugar de abordar con seriedad asuntos cruciales como las discusiones sobre el Anexo C del tratado de Itaipú, algunos parlamentarios optan por llevar el debate hacia el disparate y la frivolidad. Este tratado representa una oportunidad histórica para que Paraguay revierta décadas de sumisión a los intereses de Brasil y marque un un punto de inflexión en su soberanía energética y despegue económico.

Más allá del bajo nivel de los debates, la sociedad observa atónita cómo algunos representantes utilizan su curul no para abogar por el bien común, sino para priorizar sus intereses personales o familiares. Esta tendencia, que va en detrimento del interés público, es sin duda una señal alarmante para la República y atenta contra el fortalecimiento de nuestra democracia.

La ciudadanía todavía tiene un atisbo de esperanza en que esto pueda cambiar y mejorar. Necesitamos un Congreso que refleje la seriedad y la responsabilidad que demanda la gestión de los asuntos públicos. La decadencia no puede convertirse en la norma, y es responsabilidad de todos, tanto ciudadanos, quienes con sus votos colocaron a éstos congresistas en sus curules, así como líderes políticos, trabajar en conjunto para restaurar la dignidad y los verdaderos propósitos del Congreso Nacional.