La Cumbre del Mercosur celebrada en Buenos Aires volvió a dejar en evidencia una constante que amenaza con convertirse en costumbre. Una reunión donde saltan más reclamos que consensos y más gestos simbólicos que decisiones estructurales. Lejos de consolidar una integración sólida y dinámica, los discursos dejaron ver profundas grietas en la visión de futuro del bloque.

El presidente argentino, Javier Milei, volvió a agitar las aguas del regionalismo al afirmar sin rodeos que “el Mercosur se empantanó” y que de “mercado común” queda cada vez menos. Acusó al bloque de haberse transformado en una estructura elefantiásica, que privilegia intereses sectoriales y ahoga la libertad comercial. Incluso deslizó que Argentina podría abandonar el bloque si no se flexibilizan las condiciones actuales. Sus palabras no fueron diplomáticas ni casuales; fueron un disparo directo al corazón de la integración.

Desde la vereda opuesta, el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, defendió con convicción el valor del Mercosur como refugio seguro frente a los vaivenes del mundo. Reivindicó el Arancel Externo Común, defendió el Instituto de Derechos Humanos del bloque y apuntó con sutileza contra el negacionismo ambiental de su par argentino. En su discurso no faltaron gestos conciliadores, aunque la frialdad del saludo inicial y su visita posterior a Cristina Kirchner reflejaron una tensión más profunda entre ambos líderes.

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Paraguay, por su parte, adoptó una posición crítica pero constructiva. El presidente Santiago Peña reclamó más comercio intrazonal, mejor integración fronteriza y una agenda regional más conectada con las necesidades reales de los pueblos. Fue el único que tocó un tema crucial y a menudo ignorado: la integración fronteriza como llave para el desarrollo. El Mercosur reconoció este planteo y, como parte de los avances concretos, aprobó la ampliación temporal de productos exceptuados del arancel externo común.

El drama del Mercosur no es ideológico ni técnico: es político. Su mayor debilidad ha sido, y sigue siendo, la falta de visión compartida entre sus líderes. Las mezquindades partidarias, los cálculos electoralistas y las rencillas personales han desvirtuado el sentido fundacional del bloque. Como ocurrió con el Brexit en Europa, las decisiones tomadas en nombre de la soberanía o la libertad pueden derivar en aislamiento, estancamiento económico y pérdida de influencia global. Aún los más fervientes promotores del Brexit hoy admiten los errores del camino.

En este contexto, la propuesta de Milei de ver al Mercosur no como un escudo, sino como una lanza, suena audaz pero contradictoria. No se puede abogar por integración y al mismo tiempo imponer nuevas restricciones migratorias, como exigir libretas sanitarias o seguros médicos a ciudadanos de países vecinos. Tampoco se puede hablar de espíritu de cooperación si se espía a un socio durante negociaciones sensibles como las de Itaipú.

La región está ante una encrucijada. El mundo no espera a nadie. China lo demuestra, con una economía de mercado bajo un régimen de partido único que ha logrado convertirse en actor central del comercio mundial. Esta lección es contundente y es que el mercado, cuando se administra con inteligencia estratégica, puede estar por encima de las ideologías.

El Mercosur, con todas sus fallas, sigue siendo el camino más viable para que nuestros países salgan de la periferia del comercio global. No hay margen para retrocesos. La integración debe ser modernizada, no dinamitada. Y los líderes deben entender, de una vez por todas, que la política exterior no puede estar sujeta a egos ni vendettas. Es una política de Estado, no de gobierno.

Los avances logrados deben ser profundizados. Lo demás, discursos vacíos y escenas de tensión, sólo sirven para debilitar aún más lo que debería ser una herramienta de desarrollo colectivo.

Es hora de convertir los encuentros de presidentes en verdaderas cumbres de integración y no en espacios de catarsis política.