Desde el regreso de la democracia en 1989, nuestro país ha sido escenario de una sucesión de discursos inflamados contra la corrupción. Presidentes, legisladores, intendentes y altos funcionarios han prometido una y otra vez una “lucha frontal” contra este flagelo. Sin embargo, lo que observamos con claridad es que la corrupción no ha disminuido. Al contrario, se ha sofisticado y ha aprendido a camuflarse con nuevos métodos, muchas veces con la complicidad de aquellos que debieran combatirla.
En la última semana, un alto directivo de una secretaría de Estado fue imputado por hechos de corrupción. Paralelamente, dos municipios se encuentran intervenidos por manejo irregular de recursos. Y esta es apenas la punta del iceberg. El país cuenta con más de 260 municipios y, según los propios organismos de control, no hay personal ni herramientas suficientes para fiscalizar su administración.
El problema va más allá de los mecanismos institucionales o de la voluntad política de turno. Lo verdaderamente preocupante es que la sociedad paraguaya ha naturalizado prácticas corruptas. Se las ve como parte del “sistema”, como algo inevitable. A menudo, los mismos que se llenan la boca hablando de ética y transparencia son señalados por hechos de corrupción o forman parte de redes clientelares que debilitan al Estado desde adentro.
Y lo más grave es que la corrupción no es obra exclusiva del funcionariado público. Esta persiste porque también hay ciudadanos que la alientan, la toleran o se benefician de ella. Hay empresas que pagan sobornos para ganar licitaciones, hay votantes que venden su voto por favores, y hay profesionales que validan con sus firmas actos ilegales. Es decir, no se trata solo de “autoridades corruptas”, sino de una red extendida de complicidades sociales.
El otro aspecto preocupante, que alienta y da vida a la corrupcion es la impunidad. Solo el 5% de los casos investigados terminan en una condena.
No obstante, el país está dando algunos pasos importantes, como la implementación de leyes de transparencia y la Estrategia Nacional contra la Corrupción. Sin embargo, estas medidas todavía no impactan con fuerza en el corazón del problema, que es la falta de sanción efectiva y el déficit de cultura ciudadana basada en la ética pública.
Si no normalizamos la transparencia, terminaremos normalizando la corrupción como regla de convivencia, como de hecho ya lo estamos haciendo. Si continuamos en este camino, no será solo el Estado el que colapse. Serán también los valores sobre los que se sostiene nuestra vida en sociedad los que se desmoronen.
Nuestra sociedad necesita, con urgencia, fomentar en todos los espacios la cultura de la honestidad como un valor fundamental. Solo construyendo una ciudadanía activa y responsable podremos empezar a desmontar las redes de corrupción que tanto daño nos han causado.