El accidente registrado en Ciudad del Este, que cobró la vida de un joven, vuelve a desnudar una realidad que Paraguay no logra revertir: la inseguridad vial y el altísimo costo humano que implica. No se trata de hechos aislados ni fortuitos. Estamos ante una tragedia reiterada, sistemática y dolorosamente evitable, que tiene rostro joven y deja familias destruidas.
Las estadísticas lo confirman año tras año: los siniestros viales son una de las principales causas de muerte y discapacidad entre los paraguayos, especialmente entre la población juvenil. Lo más grave es que, pese a su recurrencia, no han logrado instalarse con la urgencia y centralidad necesarias en la agenda pública.
Hay responsabilidades compartidas, pero también hay deudas claras del Estado. La falta de una educación vial desde la infancia, el escaso control efectivo en rutas y calles, la débil infraestructura y la impunidad para los infractores componen una tormenta perfecta. En ese contexto, hablar de “accidentes” resulta casi un eufemismo: lo que hay son fallas estructurales que se repiten, y decisiones que nunca se toman.
Un elemento que hay que sumar a este cócter de irresponsabilidades es la corrupción nunca combatida y arraigada en municipios y en la Patrulla Caminera. Los municipios que siguen vendiendo como caramelos las licencias de conducir, y la Patrulla Caminera, que con una coima permite a los infractores seguir circulando, poniendo en peligro la vida de los demas.
Paraguay necesita una política de seguridad vial integral, sostenida y bien articulada. Esto implica incorporar la educación vial como materia obligatoria desde la escuela básica, fortalecer los controles de velocidad y alcoholemia con tecnología y personal capacitado, y mejorar la infraestructura urbana y rural con una mirada de inclusión y prevención y por sobretodo combatir la corrupción en las instituciones encargadas de la seguridad vial.
Pero no todo recae en las instituciones. La ciudadanía también tiene un papel clave. La conducción responsable, el respeto a las normas y la conciencia de que cada vehículo es una posible herramienta de muerte son parte del cambio cultural que debemos propiciar.
Cada joven que muere en las rutas es un proyecto de vida que se apaga. Cada motociclista que queda con una discapacidad permanente es una historia que pudo ser diferente. No podemos resignarnos a convivir con este dolor.