Por: Paulo Gusmão, desde Brasilia

Dentro de nueve días, Brasil conocerá a su 39º Presidente de la República, por primera vez con dos candidatos que buscan una reelección. Una razón más para alimentar una rivalidad que extrapola el plano de la política, o las propuestas económicas, y se vuelca a veces inclusive hacia las discusiones religiosas, o costumbristas. El resultado: sin duda, la decisión será una de las más reñidas en la historia republicana del país, quizás solo comparada con la que enfrentó a Dilma Rousseff y Aécio Neves, y que culminó con la reelección de la primera en 2014.

Para muchos analistas políticos, la resiliencia electoral de Bolsonaro ya es una victoria del actual presidente. Después de una conducta temeraria, al menos, del país frente a la pandemia de Covid-19 (que, si no resultó, contribuyó a que Brasil tuviera el segundo mayor número de muertos por la enfermedad en el mundo); de un pobre desempeño en el escenario económico en su primer año, incluso antes del impacto del virus (cuando el país creció 1,1%, por debajo del promedio mundial de 1,8% y muy por debajo del de América Latina, que llegó a 3,8%), muchos consideraban que volvería sucumbir ante el huracán Lula, creyendo algunos que no llegaría ni una segunda vuelta.

Bueno, llegó. Y a juzgar por los datos de la última investigación hecha en Brasil, está prácticamente empatado con el expresidente y con sesgo al alza. Pero, ¿qué ha estado levantando el mito (como lo llaman sus electores)?

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En primer lugar, incluso en los momentos más terribles de la pandemia, cuando el actual jefe del Ejecutivo repartía cloroquina hasta a los emús que habitan el palacio presidencial, defendiendo la eficacia nunca probada del fármaco contra la enfermedad, Bolsonaro nunca bajó de 20 % aprobación en investigación. Un porcentaje que mostró una lealtad sólo igualada por los votantes del PT, del candidato Lula.

Partiendo de ese colchón, Bolsonaro entró en campaña (en la oficial, porque sus cuatro años de gobierno fueron prácticamente una campaña) dispuesto a conquistar puntos porcentuales donde navegaba con tranquilidad su mayor contrincante: entre las mujeres y las clases económicas más bajas.

Para conquistar a los primeros eligió a su esposa (Michele), conocida por su capacidad de hablar con el segmento evangélico, la puerta de entrada para hablar con una parte importante del público femenino. Para que se uniera el segundo grupo, el presidente abrió sus arcas aumentando la ayuda a los más pobres en una dimensión que para muchos economistas provocará un agujero fiscal sin precedentes en 2023.

Los resultados no tardaron en aparecer. E incluso con un Bolsonaro esforzándose por crear hechos que amenazarían cualquier campaña política. Lo último fue hace tres días cuando después de ver a niñas refugiadas venezolanas, de 13, 14 años, en la puerta de una casa en las afueras de Brasilia, dijo que éstas debían ser prostitutas y que “pintó un clima” (argot para decir algo así como “hubo un coqueteo” entre él y ellas). A pesar de todo, llega a la recta final de las elecciones vivo y entusiasmando a sus seguidores que ya anuncian un viraje sobre su oponente.

¿Y Lula?

El expresidente entró a las elecciones de manera demoledora. Luego de que sus demandas fueran anuladas en los tribunales, ante las diversas irregularidades practicadas por los fiscales de la operación Lava Jato (que investigó la corrupción multimillonaria en la mayor empresa del país, Petrobras), el líder del Partido de los Trabajadores (PT) siempre apareció en primer lugar en todas las encuestas. En un momento, inclusive parecía que podía ganar la primera vuelta (algo que nunca logró en su carrera política). Todo lo que se necesitaba era igualar a los oponentes.

Lula nunca se enfrentó a un oponente que también tuviera un fuerte apoyo popular (y si, Bolsonaro tiene, especialmente en los rincones rurales, compuesto, según las encuestas, por un 78% de personas que se declaran conservadoras).

Tampoco se ha enfrentado nunca a una máquinaria tan bien aceitada para construir y destruir reputaciones, muchas veces consideradas delictivas por los opositores (las llamadas fakenews en las redes sociales), como la engendrada por uno de los hijos de Bolsonaro, Carlos, discípulo y amigo nada menos que de Stephen Bannon (léase la campaña ganadora de Trump en Estados Unidos).

Lo curioso es que fueron los correligionarios de Lula quienes primero usaron las redes para atacar a los opositores, cuando la ambientalista Marina Silva amenazó con derrotar a Dilma en 2014. Desde entonces, la derecha ha tomado en cuenta las redes, y ha nadado con soltura en ellas, pautando en ellas temas tan relevantes para el futuro del país como el satanismo, los baños unisex y la vestimenta de niñas y niños.

Los miembros del PT no se quedan atrás y también causan revuelo en las redes, explotando la verborragia de Bolsonaro, que, convengamos no es un primor de la diplomacia, y también utilizando posteos en ocasiones éticamente cuestionables.

Y así, el gigante de Sudamérica llega en la recta final de la campaña entre la leyenda del expresidente más popular de la historia, y el mito del hombre que sobrevivió a una puñalada para acabar con la corrupción en el país. Será difícil enfrentar la realidad después de las urnas, cuando Brasil se encuentre con las cuentas para pagar los abusos cometidos y/o prometidos.