En la noche cerrada del 14 al 15 de mayo de 1811, un puñado de jóvenes patriotas desafió el orden colonial y encendió la chispa de la libertad. Aquella madrugada gloriosa, cuando Pedro Juan Caballero, Vicente Ignacio Iturbe y otros valientes revolucionarios intimaron al gobernador Velasco bajo amenaza de artillería, no fue simplemente un cambio de autoridades: fue el nacimiento de la nación paraguaya.

Desde entonces, han pasado 214 años. Hoy, más que nunca, estamos llamados a recordar la independencia no como un hecho del pasado, sino como una tarea diaria que demanda compromiso, conciencia histórica y valentía ciudadana.

Nuestra historia está marcada por la firmeza de grandes prohombres que supieron sostener esa independencia con coraje y visión. El doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, solitario pero decidido, impuso una férrea autodeterminación frente a los embates externos. Los López, padre e hijo, consolidaron un Estado soberano, industrial y respetado.

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José Félix Estigarribia, en tiempos de guerra, demostró que Paraguay no se arrodilla. Son nombres que, con errores y aciertos, defendieron a sangre y fuego la soberanía nacional. Pero la defensa de la patria no termina en los campos de batalla: continúa hoy, en otros frentes y con nuevas amenazas.

Hoy, al cumplirse 214 años de aquella gesta libertaria, nuestra soberanía sigue siendo puesta a prueba. Nos enorgullecemos del discurso de la integración regional, pero seguimos siendo víctimas de asimetrías históricas. Nuestros vecinos, muchas veces, levantan barreras comerciales, dificultan el acceso a mercados y aprovechan ventajas estructurales que nunca han sido corregidas.

A ello se suma la vulnerabilidad de nuestras fronteras, tomadas por organizaciones criminales que trafican armas, drogas y personas, ante la mirada impotente —y muchas veces cómplice— de nuestras mismas autoridades.

La independencia, por tanto, no puede ser reducida a una efeméride ni a un desfile. La independencia se construye día a día, con instituciones fuertes, con ciudadanía activa, con gobernantes que defiendan el interés nacional por encima de los intereses personales o foráneos.

En tiempos en que la corrupción corroe los cimientos del Estado y la impunidad se ha vuelto costumbre, Paraguay necesita una nueva revolución: una revolución ética, que despierte al ciudadano de su letargo y lo convierta en protagonista de su historia.

Hoy, más que nunca, necesitamos izar la bandera tricolor con el mismo fervor de nuestros próceres. No como un mero acto ceremonial, sino como símbolo vivo de resistencia, de justicia, de dignidad. Para los paraguayos, el rojo, blanco y azul no son simples colores: representan el compromiso con una patria donde las oportunidades no estén secuestradas por unos pocos; donde los recursos públicos sean gestionados con transparencia; donde la educación y la salud no sean privilegios, sino derechos garantizados.

La independencia, por lo tanto, nunca puede ser un punto de llegada sino un proceso continuo. Y su defensa no se delega. Históricamente, la ciudadanía paraguaya ha demostrado ser celoso custodio de la sobreranía. Necesitamos reavivar ese celo. Solo con ciudadanos conscientes de su historia y orgullosos de pertenecer a esta nación guaraní, podremos cumplir el sueño de quienes, hace 214 años, decidieron romper las cadenas de la opresión.

Hoy, como entonces, hace falta coraje. Hace falta memoria. Y hace falta amor profundo por este país que, a pesar de todo, sigue en pie.

¡Feliz Día de la Independencia, Paraguay! Que la patria nos encuentre más unidos, más firmes y más dignos.