El escándalo por fraude en los exámenes de admisión para aspirantes a docentes escaló esta semana a una magnitud alarmante: más de 2.300 postulantes deberán volver a rendir porque son sospechosos de haber hecho trampa. Lo que salió a la luz no es solo un episodio aislado; es un reflejo brutal de lo que hemos permitido que se normalice en Paraguay: la trampa, la ilegalidad, la corrupción.
Pero este caso tiene una gravedad aún mayor porque no se trata de cualquier rubro. Aquí estamos hablando de los futuros formadores de nuestros niños, quienes tendrán en sus manos la tarea de moldear valores, conductas y conocimientos.
Si esas personas acceden de forma fraudulenta a su propio ingreso, ¿qué clase de enseñanza ética podrán impartir? Si ingresan torcidamente, después buscarán ascensos torcidos, cargos torcidos, poder torcido.
Así seguirá avanzando la cadena de corrupción que nos tiene atrapados como sociedad y que carcome, día a día, los cimientos morales del país.
El Ministerio de Educación ha actuado con decisión al ampliar la denuncia penal, pero la respuesta no puede quedarse en las aulas ni en el plano judicial.
Este episodio debe ser un golpe de conciencia colectiva: no es solo problema de unos cuantos estudiantes tramposos o de instituciones cómplices. Es el espejo incómodo que nos muestra cuán bajo hemos caído en tolerancia a la corrupción.
Si queremos un futuro diferente, debemos empezar por exigir idoneidad y honestidad en quienes formarán a nuestros hijos. Porque lo que se juega aquí no es solo la carrera de unos aspirantes, sino el carácter del Paraguay que queremos construir.