El siglo XIX, tanto en Europa como en América, fue un periodo rico en tendencias artísticas y culturales. Para empezar, a finales del siglo XVIII prácticamente hasta 1850 se alzó con gran fuerza e ímpetu el Romanticismo, movimiento cultural este impulsado por Inglaterra y Alemania respectivamente.

El Romanticismo, como cualquier otro movimiento nuevo, quiso romper con los moldes tradicionales de la literatura anterior enfocándose en el culto por una naturaleza salvaje y exaltada reflejo del estado de ánimo del artista romántico, los ambientes nocturnos y lúgubres, los cementerios solitarios, los castillos en ruinas, los mitos, los cuentos y leyendas populares, un nacionalismo exacerbado, un amor exaltado, una vía de escape hacia la Edad Media y el deseo de una libertad rebelde por encima de todo fundamentalmente.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX hasta sus postrimerías le siguieron tres movimientos culturales que han quedado registrados ya en los anales de la Historia de la Literatura: el Realismo, el Naturalismo y el Modernismo.

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El Realismo, iniciado, en general, a partir de la segunda mitad del siglo XIX en Francia, rechazó todo lo sentimental e individualismo propio del Romanticismo y se centró en la observación de la realidad circundante de la manera más fiel, empírica, científica, precisa y clara posible de acuerdo con el principal propósito de Balzac que, en 1843, se propuso estudiar la sociedad como un científico estudia la naturaleza.

De acuerdo con ello los escritores realistas comenzaron a centrar toda su atención en la sociedad, observando y describiendo objetivamente los problemas sociales a través de un estilo sobrio en el que adquiriese preeminencia el habla coloquial, especialmente en los diálogos adaptados a los personajes según su estrato social.

Al Realismo le siguió un movimiento apéndice del anterior que se enfocó en describir los aspectos más crudos y sórdidos de la sociedad, así como en abordar temas considerados tabú en esa época como la prostitución, el incesto, el adulterio, la locura, la explotación sexual femenina, la explotación laboral en general y la enfermedad, entre otros.

Y finalmente, a raíz de la publicación de Azul de Rubén Darío en Valparaíso (Chile) el 30 de julio de 1888, surgieron las tendencias estéticas modernistas que tanto calaron en Europa, de modo especial en España, entre escritores como Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Francisco Villaespesa, etc.

Críticas a la Iglesia en la narrativa española

Pero además de estos movimientos culturales de enorme relevancia, el siglo XIX se caracterizó por la manifestación de un cierto anticlericalismo en la literatura que estuvo muy presente en Europa.

En España, por ejemplo, las ideas anticlericales (junto con las ideas liberales, socialistas, krausistas o anarquistas) aparecieron en las obras de Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Juan Valera, Leopoldo Alas “Clarín”, Armando Palacio Valdés, José García de Mora, José Hernández Ardieta, Francisco José Barnés y Tomás, Francisco Giner de los Ríos, Pedro Sala y Villaret, Fernando Garrido, Roque Barcia, Braulio Foz, Eduardo López Bago, Vicente Blasco Ibáñez y Wenceslao Ayguals de Izco, entre otros. Uno de los escritores anticlericales más radicales fue, probablemente, el valenciano Vicente Blasco Ibáñez.

En su edición de La araña negra de 1893 publicada por la Editorial Seix en Barcelona pueden leerse en la portada del libro en la que aparece una araña negra dibujada por el artista Eusebio Planas las siguientes palabras: “La Compañía de Jesús es una espada dirigida contra el progreso: su empuñadura está en Roma y su punta en todas partes”.

Las ideas anticlericales se pusieron de relieve muy especialmente en las críticas a la actuación de la Iglesia católica, a su persistente influencia en la sociedad y en la política, y a su fuerte dogmatismo y fanatismo religiosos.

Estas entraron en España a través de determinadas ideologías como el liberalismo, el socialismo, el anarquismo y el krausismo, las cuales pretendieron sacar a la luz la hipocresía y la corrupción de la Iglesia, transformar la sociedad y fomentar la separación entre la Iglesia y el Estado.

Sin embargo, el propósito de las ideas anticlericales no fue nunca atacar la espiritualidad del hombre ni su deseo de transcendencia a través de un ser superior.

Los escritores anticlericales del siglo XIX expresaron su anticlericalismo a través de toda clase de medios: diarios o periódicos, panfletos, folletos, libros, etc., y dirigieron sus ataques contra la Iglesia católica en general y sus representantes (sacerdotes, párrocos, obispos, canónigos, frailes, monjas, el propio papa, etc.), especialmente contra los jesuitas, como fue el caso de Leopoldo Alas “Clarín” y Vicente Blasco Ibáñez.

Cuatro etapas históricas del anticlericalismo en España

En cuanto a las fases o etapas históricas del anticlericalismo en España en el siglo XIX, los especialistas han identificado cuatro: (1) la revolución liberal, (2) la época isabelina, (3) la revolución democrática de 1868 y (4) la Restauración.

Fuera de España el anticlericalismo estuvo presente en Francia a través de Eugène Sue y su novela El judío errante (1845), novela en la que se denuncia la codicia monetaria de los jesuitas y sus intrigas.

En Portugal destacó el escritor portugués José Maria Eça de Queirós con su novela El crimen del padre Amaro, publicada en 1875. La novela cuenta la historia del padre Amaro Vieira y su relación amorosa con una joven llamada Amélia, a la que este deja embarazada.

Cuando la joven da a luz sin que nadie se entere en una aldea próxima, el sacerdote entrega el niño a una mujer que decide matar al bebé.

Amélia muere poco después del parto, y al final de la novela el sacerdote se marcha a Lisboa sin arrepentirse en absoluto de sus actos.

No obstante, es en la España del siglo XIX donde la literatura anticlerical tiene especial relevancia. Juan Valera escribió Pepita Jiménez en 1874.

La historia gira en torno a un joven y apuesto seminarista llamado Luis de Vargas que regresa a su pueblo natal en Andalucía unos días antes de pronunciar sus votos. Al llegar allí, el joven religioso descubre que su padre, don Pedro, va a contraer matrimonio con Pepita Jiménez, una joven viuda.

A medida que pasa el tiempo el contacto entre el joven seminarista y Pepita Jiménez se hace cada vez más frecuente hasta que el seminarista ve flaquear su vocación ante las continuas insinuaciones amorosas de la joven viuda.

Surge así en el seminarista una lucha interna entre su inclinación religiosa y su amor a Dios y su amor por una mujer.

Al final de la novela, vence el amor por Pepita Jiménez y el seminarista así se lo hace saber a su padre, quien, lejos de oponerse, le confiesa que ya lo sabía.

Esta novela puede encuadrarse, además, en la denominada novela de tesis al plantearse dudas de tipo moral y religioso.

La figura de don Luis no aparece como la de un santo, esto es, divinizada, sino como la que es verdaderamente, la de un hombre de carne y hueso cuyo amor por una mujer lo va cambiando y alejando cada vez más de su vocación religiosa.

Leopoldo Alas “Clarín” escribió La regenta en dos tomos que se publicaron en 1884 y 1885. Esta novela transcurre en una ciudad imaginaria llamada Vetusta y narra la historia de Ana Ozores, una mujer joven casada con un hombre mucho mayor que ella tras un matrimonio de conveniencia, don Víctor Quintanar.

Ana, una mujer tremendamente frustrada y reprimida debido a un matrimonio que no la hace feliz y un ambiente caracterizado por el tedio y la monotonía, sufre por la noche constantes crisis nerviosas como consecuencia de sus deseos emocionales y espirituales.

Muy pronto se convertirá en la presa de dos hombres rivales entre sí: don Álvaro, un liberal librepensador, mujeriego, de buen porte y carismático, símbolo del poder civil, y Fermín de Pas, un sacerdote jesuita ambicioso dominado por una madre advenediza, símbolo del poder eclesiástico.

Esta historia le sirve a “Clarín” para mostrar la hipocresía religiosa, la represión sexual, la doble moral, las consecuencias negativas de la educación religiosa, la corrupción política y el deseo de poder del clero.

En la novela titulada Tormento de Benito Pérez Galdós publicada en 1884, nos topamos con una joven huérfana de nombre Amparo Sánchez Emperador, a la que llaman “Tormento”. Esta joven sufre los acosos amorosos de un sacerdote sin vocación llamado Pedro Polo Cortés.

Esta novela de Galdós “desacraliza” a un representante de la Iglesia, le quita lo divino y lo santo, y lo muestra como un simple hombre sin moral alguna.

En su novela Doña Perfecta (1876), el personaje central que da nombre también a la novela representa la intolerancia y el fanatismo religioso en el pueblo de Orbajosa, causando la desdicha y desgracias de los personajes de su entorno y de aquellos como Pepe Rey, un joven con una mentalidad más abierta y moderna que busca el progreso social, y en Gloria, de 1877, Galdós explora nuevamente el fanatismo y la intolerancia religiosa del catolicismo y el judaísmo y sus consecuencias trágicas en los personajes principales.

El escritor Sebastián de Miñano y Bedayo escribió en 1820 Lamentos políticos de un pobrecito holgazán, una obra anticlerical que denuncia a través de once cartas que los clérigos coman a costa de los trabajadores y detengan el progreso de la agricultura por culpa de los diezmos.

En tales cartas el autor sostiene, asimismo, que el labrador es el pilar de una nación, mientras que el clérigo no es sino un haragán que vive como un parásito tratando de sojuzgar al pueblo a través de una “moral perniciosa”.

En la carta número V define al clérigo como “un lechuzo vestido de negro, con una sotana muy larga, su manteo terciado por debajo del brazo y un sombrerón que se anuncia diez varas delante de la persona”.

Emilia Pardo Bazán publicó su novela Una cristiana en 1890, y en ella teje una historia en la que los personajes se enfrentan a sus conflictos personales en el contexto de la alta burguesía madrileña dominada por la hipocresía de las normas morales y religiosas de la época, y en La fe (1892), de Armando Palacio Valdés, el escritor asturiano nos presenta a un sacerdote atormentado por la duda.

Y otro autor anticlerical español que merece la pena mencionarse es Wenceslao Ayguals de Izco. Este magnífico escritor publicó numerosas novelas por entregas. La más famosa y conocida en su momento fue María, la hija de un jornalero (1845).

Esta novela tiene como protagonista a María, la hija de un obrero sin trabajo que es acosada sentimentalmente por un religioso dominado por la lujuria llamado fray Patricio.

Resulta muy interesante el hecho de que este autor abogue en algunas de sus obras por la justicia social, la igualdad, la libertad de prensa y la separación entre la Iglesia y el Estado.

Vicente Blasco Ibáñez y el ataque a los jesuitas

Y terminamos con Vicente Blasco Ibáñez, autor que ya mencionamos más arriba. Aunque sus posturas anticlericales están presentes en casi toda su obra, la novela más anticlerical es La araña negra, escrita en 1892 y prohibida durante muchos años en España.

La obra tiene dos tomos y critica de una manera ácida el modo de actuar malicioso y sibilino de los jesuitas, cuyo único interés radica en apropiarse de la fortuna de una familia de linaje y alcurnia de comienzos del siglo XIX: los Baselga.

Todas estas novelas de alguna manera parecen haber sido influidas por dos obras anticlericales o de tinte anticlerical de finales del siglo XVIII.

Cornelia Bororquia y el horror de la Inquisición

Una es Cornelia Bororquia. Historia verdadera de la Judith española, también conocida como La víctima de la Inquisición, una novela anónima atribuida a un exfraile trinitario llamado Luis Gutiérrez.

La novela narra el trágico final de la hija del gobernador de Valencia, Cornelia Bororquia, condenada injustamente por la Inquisición a morir quemada en la hoguera por apuñalar al arzobispo de Sevilla en un amago para impedir que este abuse de ella.

La segunda se titula Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, publicada en 1758. Su autor es el jesuita José Francisco de Isla de la Torre y Rojo.

Esta extensa obra critica en torno burlesco el estilo pedante, barroco y gongorino de los malos predicadores.

Su contenido avivó una fuerte actitud anticlerical entre las clases populares, lo que hizo que la Inquisición prohibiese su lectura en varias ocasiones.

En cuanto a la literatura religiosa escrita en el siglo XIX se refiere, hay prácticamente muy poco o nada que destacar.

Bien, ahora me estaba preguntando qué es lo que denunciarían o criticarían en pleno siglo XXI los escritores anticlericales del siglo XIX si observasen con detenimiento el proceder de la Iglesia en la actualidad, una cuestión bastante interesante de abordar ahora que ésta cuenta con un nuevo papa: León XIV. Te lo dejo a tu criterio, mi querido lector.

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Escribe: José Antonio Alonso Navarro | Doctor en Filología Inglesa por la Universidad de La Coruña (España) | Crítico literario de La Tribuna