En nuestro país, donde las familias suelen reunir a tres generaciones bajo un mismo techo, cada decisión de salud personal se convierte en un acto de protección colectiva. Los datos nos muestran una realidad en la que los niños menores de 5 años y los adultos mayores de 60 conforman el grupo más vulnerable frente a enfermedades prevenibles como la influenza, con tasas de hospitalización hasta 4 veces mayores que en otros grupos de edad.
Cuando la vacuna llega a los niños se está haciendo mucho más que protegerlos a ellos. Un niño vacunado no solo tiene un 75% menos probabilidades de enfermarse gravemente, sino que se convierte en un escudo protector para sus abuelos y familiares con condiciones crónicas. Los estudios de la OPS demuestran que, en comunidades con altas tasas de vacunación infantil, los casos graves en adultos mayores disminuyen hasta en un 60%.
Al igual que jóvenes y adultos, su papel es vital, ya que el 40% de los portadores asintomáticos de virus respiratorios son personas entre 15 y 40 años. Esto significa que la decisión de vacunarse o usar mascarilla al visitar a seres queridos mayores,, puede ser literalmente la diferencia entre la salud y la hospitalización.
Varias agencias y organismos mundiales de salud, refieren que la vacunación puede reducir un 50% las consultas por complicaciones. También que 8 de cada 10 fallecimientos por influenza ocurren en personas que no están inmunizadas.
Pero más allá de los números, hay una verdad humana que no podemos minimizar, cada medida preventiva es un acto de amor concreto. En un país donde el 30% de los hogares incluye a adultos mayores o personas con enfermedades crónicas, nuestra responsabilidad es clara.
No se trata de vivir con miedo, sino de actuar con conciencia. Protegerse es proteger a los que más queremos – a ese abuelo que nos cuidó de niños, a ese primo con tratamiento médico, a ese vecino que vive solo. La verdadera fortaleza de una sociedad se mide por cómo cuida a sus más vulnerables.
