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viernes, 6 de junio de 2025
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María Fernanda

El asesinato de la joven María Fernanda Benítez, en Coronel Oviedo, ha sacudido con violencia la conciencia colectiva del Paraguay. El caso conmocionó no solo a la comunidad ovetense sino a todo el país y es que lo sucedido, además de lo trágico y macabro, es una advertencia clara de que algo está profundamente roto en nuestra sociedad.

María Fernanda, de apenas 17 años, fue denunciada como desaparecida. Tras días de incertidumbre y angustia, su cuerpo fue hallado semicalcinado, enterrado en un baldío. El principal sospechoso es otro adolescente de la misma edad. Este dato, por sí solo, ya debería estremecer cualquier intento de normalizar lo ocurrido. Porque no se trata únicamente de una tragedia individual, sino de una señal alarmante que nos muestra un entorno social y afectivo fracturado, donde un menor puede llegar a convertirse en autor de un acto de tal violencia.

Lo más desgarrador es que, según los datos que han salido a la luz, había adultos en el entorno del sospechoso que estaban al tanto de la desaparición de la joven y eligieron el silencio. Peor aún, una fiscala que tuvo a su cargo las primeras diligencias mostró una actitud inexplicablemente pasiva, mientras el padre de María Fernanda emprendía, solo, una investigación minuciosa. Esa soledad del padre es otra tragedia en sí misma: la de un ciudadano obligado a suplir el rol de las autoridades ante la impasibilidad del Estado.

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Este caso nos golpea en lo más hondo porque revela todo lo que no queremos ver. Detrás de un crimen tan brutal hay una cadena de omisiones, de abandonos, de niños y adolescentes que crecen sin afecto, sin contención, sin límites. Como señalan psicólogos y expertos en desarrollo, nadie se convierte en asesino de un día para otro. La violencia se gesta en el vacío, en el silencio, en la negligencia. Es el resultado de una combinación explosiva de desatención, permisividad y falta de presencia adulta.

Frente a esta realidad, no alcanza con el estupor ni con la condena en redes sociales. Lo que se impone es una acción urgente y sostenida de toda la sociedad. Las instituciones públicas, las familias, las iglesias, las organizaciones civiles tienen que despertar de esta anestesia moral. Es momento de construir redes de cuidado real, de recuperar el rol educativo y afectivo de los adultos, de reconfigurar el tejido social antes de que siga desgarrándose.

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