La soberanía y los intereses nacionales deben prevalecer por sobre cualquier acuerdo o convenio internacional. Quien contraríe esto, sencillamente es un traidor a la patria y se desnuda el servilismo que, bajo cualquier excusa formal o burocrática, rige su vida o actuación pública o privada. Esto es muy importante recordarlo en momentos en que un acuerdo adoptado formalmente con la Unión Europea está causando polémica y revuelo a nivel de discusiones políticas, mediáticas y diplomáticas. Una polémica que nace de las posturas y opiniones polarizadas en cuanto al contenido explícito y las consecuencias implícitas del tal acuerdo, y que hacen más que relevantes las manifestaciones y el compromiso asumido por el Presidente de la República al asumir el gobierno el pasado 15 de agosto.

«Negociamos y seguiremos negociando con el mundo, sin comprometer nuestra soberanía, territorio, valores o cultura», decía el Presidente Santiago Peña al asumir la primera magistratura de la Nación. Y sin dudas, éste es el norte que debe seguir cualquier mandatario o autoridad nacional al abordar las relaciones internacionales. De ahí que las confrontaciones políticas y de opinión -e incluso ideológicas- surgidas con motivo del acuerdo con la Unión Europea sobre la denominada «transformación educativa» no pueden desconocer ni desdeñar estos elementos sustanciales -soberanía, territorio, valores y cultura- so pena de que quien lo haga simplemente se convierta en un actor dócil y funcional a intereses, valores o propósitos extraños, ajenos a nuestra Nación.

La diplomacia internacional es el arte de negociar los mejores escenarios y acuerdos para la vigencia de los propios intereses nacionales. Así lo comprenden todos los Estados, y se respeta y reconoce dicho principio. El sometimiento de un Estado a otro, el avasallamiento de la soberanía de un Estado por sobre el de otro, no son concebibles en el escenario de las relaciones internacionales, por lo tanto, cualquier documento, instrumento internacional o acuerdo bilateral que contenga cláusulas que lleven explícita o implícitamente a ello, adolecerá de nulidad insanable y perversidad moral. Defender lo contrario sería admitir que los Estados no son «iguales» y hay un derecho internacional que hace prevalecer el derecho «de los poderosos» por sobre el de los «débiles». Si bien la realidad nos puede llevar a admitir que esto existe en la práctica, no puede llevarnos a consentir ni admitir que ello es moralmente admisible en el contexto de las relaciones internacionales y mucho menos a incorporar dicha lógica en los textos de tratados ni siquiera implícitamente.

Unite al canal de La Tribuna en Whatsapp

A partir de todo ello, el Estado paraguayo tiene la suficiente capacidad y soberanía tanto para suscribir acuerdos internacionales como para cumplirlos y también, por qué no, para denunciarlos o definir la terminación de los mismos. Todo ello, porque la propia Convención de Viena sobre los Tratados, del cual es partícipe el estado paraguayo, así lo prescribe de manera precisa en su Parte Quinta sobre la «Nulidad, terminación y suspensión de la aplicación de los tratados».

Si un acuerdo o tratado internacional debe, para entrar en vigencia en nuestro país, pasar por la suscripción del mismo inicialmente por parte del Poder Ejecutivo (que es el órgano rector de las relaciones internacionales según la Constitución), y luego ser ratificado por el Congreso de la Nación a través del instrumento legislativo supremo que emite éste -una ley de la República-, no podría considerarse que el proceso hecho a la inversa, con participación plena de ambos poderes del Estado, sea ilógico ni inconstitucional, más aún porque la propia Convención de Viena admite que es EL ESTADO el que debe actuar para definir la denuncia o terminación del acuerdo, sin imponer una fórmula explícita para el ordenamiento interno del mismo.

Por ello, la derogación de la ley 6659 no podría considerarse inconducente pues por un lado respeta la soberanía interna y concede participación al mismo poder del Estado que estuvo involucrado en la ratificación del acuerdo, y sobre todo porque finalmente el trámite legislativo también requerirá de la participación del Poder Ejecutivo -rector de las relaciones internacionales- para consumar y dar eficacia completa al proceso, el cual servirá finalmente para llegar a la conclusión que la Convención de Viena prescribe: la denuncia o la terminación del tratado. El derecho no puede desdeñar la lógica. Y esta lógica, esencialmente, en nada contradice a la Constitución de la República. Antes bien, es pacífica con ella y con la propia Convención de Viena sobre los tratados.

La Convención de Viena también señala que en los propios tratados deben estar las normas para su terminación o denuncia. Al no estar ellas contempladas en el susodicho acuerdo con la Unión Europea, es hábil considerar las normas de interpretación lógica en el marco de dicha Convención y por ello mismo, resulta pertinente la vía que el Poder Ejecutivo a través de su Cancillería está intentando en este momento: la vía de una «re-negociación» con la Unión Europea sobre el mismo acuerdo. Ello no contradice -no debería- la potestad del Poder Legislativo ni el proceso que impulsa el mismo al respecto, pero aporta un elemento sustancial para las relaciones internacionales: la negociación y la búsqueda del consenso, más allá del ejercicio de la facultad soberana de la denuncia o terminación unilateral.

«Pacta sunt servanda» proclama la Convención de Viena. Y agrega que «las controversias relativas a los tratados, al igual que las demás controversias internacionales deben resolverse por medios pacíficos y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional», así como reconoce «los principios de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, de la igualdad soberana y la independencia de todos los Estados, de la no injerencia en los asuntos internos de los Estados, de la prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza y del respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos y la efectividad de tales derechos y libertades».

Paraguay no ha dejado de cumplir ningún tratado y tampoco este acuerdo con la Unión Europea. Lo que está gestionando, su modificación o eventualmente su terminación, es absolutamente admisible en el derecho internacional y por ello no tiene ningún permiso que pedir a nadie, ni sentir vergüenza alguna. Si alguien piensa esto último, sólo desnuda su despreciable sumisión a intereses foráneos, sus limitaciones intelectuales o su pusilanimidad política.

Por todo esto, y en el marco de todo lo dispuesto por la Convención de Viena y la diplomacia internacional, Paraguay debe, con altura y respeto, pero también con firmeza, trabajar por acuerdos que no contradigan a sus intereses y, como manifestó el Presidente de la República, «sin comprometer nuestra soberanía, territorio, valores o cultura».