En las últimas semanas, hemos sido testigo de una serie de hechos trágicos que involucran, de manera dolorosa y directa, a jóvenes. Historias que conmocionan y desgarran a familias y comunidades enteras como el asesinato de un joven delivery en el barrio San Francisco a manos de un adolescente de apenas 16 años, el crimen de otro joven de 17 años en un intento de asalto en San Cayetano, la desaparición y el brutal feminicidio de Fernanda Benítez, también de 17 años, en Coronel Oviedo, y la angustiante partida de Elías, un joven con autismo, cuya búsqueda estuvo marcada por la desesperación y la frustración de sus padres ante la indiferencia de las autoridades.
Estos hechos, lejos de ser episodios aislados, reflejan un profundo malestar social y una alarmante crisis de protección y oportunidades para la juventud paraguaya.
Los protagonistas de estas tragedias no solo son víctimas, sino también victimarios, todos ellos adolescentes, todos ellos atravesados por contextos de vulnerabilidad, violencia y, sobre todo, por la ausencia de respuestas efectivas del Estado.
La muerte de Alfredo Duarte, el trabajador delivery, a manos de un adolescente que, según la propia Policía, actuó con “falta de experiencia” y motivado por el susto ante la resistencia de su víctima, pone en evidencia la facilidad con la que los jóvenes pueden verse arrastrados hacia el delito, muchas veces sin plena conciencia de la gravedad de sus actos.
El caso de Fernanda Benítez, que ha desatado la indignación y la furia de toda una ciudad, expone además la desconfianza en las instituciones, la sospecha de complicidad y la exigencia de justicia real y transparente.
A esto se suma la denuncia recurrente de padres y madres que, al reportar la desaparición de sus hijos, se encuentran con la desidia o la lentitud de la Policía y el Ministerio Público.
La falta de coordinación entre las instituciones responsables de la búsqueda y protección de niños y adolescentes ha sido reconocida incluso en informes oficiales, que admiten la ausencia de protocolos claros y la carencia de una base de datos unificada para actuar con celeridad y eficacia.
El resultado es un Estado que, pese a contar con presupuesto y programas, sigue fallando en garantizar el derecho más básico: la vida y la seguridad de sus jóvenes.
No es casualidad que la sociedad reaccione con marchas, protestas y, a veces, con violencia ante la impotencia de ver cómo se repiten estas tragedias sin que haya cambios de fondo.
La juventud paraguaya, que debería ser el motor del futuro, se encuentra hoy en una encrucijada marcada por la inseguridad, la falta de oportunidades y el abandono institucional.
Algo nos están diciendo estos hechos, algo que no podemos seguir ignorando: urge una revisión profunda de las políticas públicas de prevención, protección y justicia para la niñez y la adolescencia.
Como sociedad y como Estado, debemos escuchar el grito de dolor de las familias y la demanda de los jóvenes. Es hora de actuar con decisión, de fortalecer la educación, la contención social y la respuesta institucional, para que ningún padre o madre paraguayo vuelva a lamentar la partida de un hijo en circunstancias tan nefastas.