La incursión policial realizada en el barrio Ricardo Brugada, con el operativo Dominatus, debe ser leída no como una acción puntual contra grupos criminales, sino como el síntoma de un fenómeno mucho más preocupante, que es la gestación de estructuras delictivas que buscan consolidarse, controlar territorios y someter comunidades.
La detención de nueve personas, integrantes de bandas juveniles, muestra cómo en nuestros barrios más vulnerables se incuban organizaciones que emulan peligrosamente a las pandillas que han sembrado el caos en países como El Salvador, Honduras o Brasil.
Estas bandas no son simples grupos de jóvenes desorientados. Son células delictivas que reclutan menores, trafican armas, comercializan drogas y comienzan a tejer redes de complicidad en su entorno.
La presencia de pobladores que respaldan a los cabecillas detenidos —como ocurrió en otros episodios recientes— demuestra además que parte del tejido social empieza a romperse, y que el delito se normaliza y hasta se romantiza.
El fenómeno es mucho más grave si consideramos, que el caso de la Chacarita, no es aislado. En Canindeyú, un criminal conocido como “Macho” ha consolidado su poder con la anuencia de jefes policiales y donde tiene su “imperio” de producción y tráfico de marihuana.
En las cárceles del país, el llamado “Clan Rotela” llegó a estructurar una organización mafiosa que reclutaba jóvenes desde el encierro. Si bien se logró desmantelar su poderío carcelario, la influencia de estas estructuras persiste en las calles.
Estamos frente a un caldo de cultivo propicio: crecimiento desordenado de asentamientos urbanos, falta de oportunidades, proliferación del microtráfico y tráfico de armas, instituciones débiles e impunidad como regla. La falta de una política de combate a este fenómeno está permitiendo que estas bandas crezcan y se institucionalicen.
Como sociedad no podemos permitirnos seguir tolerando esta dinámica. La respuesta no debe ser solo policial. Necesitamos presencia estatal sostenida, inversión social, educación, oportunidades reales para los jóvenes y, sobre todo, voluntad política para cortar los hilos de complicidad que permiten que estos grupos se arraiguen.
El Paraguay todavía está a tiempo de evitar que estas estructuras se conviertan en un cáncer irreversible.