Hay libros, mi querido lector, que están escritos, de verdad, no con la razón, sino con el corazón, y más todavía, con el alma. Esa alma pura y prístina que tiene cada ser humano sensible y abierto a recibir con cariño y afabilidad las manifestaciones más bellas del arte y de la vida. Y uno de esos libros es, precisamente, el de la profesora universitaria, escritora, activista social, guionista de TV y periodista, Beatriz Bosio. Crónicas desde el alma, publicado en el año 2022, es uno de esos libros donde la magia del alma está latente, en ebullición, desde sus primeras páginas hasta el final del libro.

Y es que el alma es lo más oculto e íntimo del ser humano en toda su esencia, en toda su proyección cosmogónica, en toda su naturaleza más inmaterial e invisible, y si ella no se proyecta en aquellos asuntos de nuestro interés, entonces, al final, nada trasciende de ellos.

El alma es el karaku del cuerpo, el tuétano interior que no se ve, pero que se siente, que no aparece ante el microscopio de un científico escéptico, pero que resplandece y luce majestuosamente en el mundo de las entidades invisibles.

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El alma es el velo etéreo que define al ser ontológico de cada ser humano, y el canal, el vehículo, el motor que conduce a la última causa que es toda esa energía universal esplendente y superior que regula y rige el universo entero, y que se presenta a nuestro alcance para que podamos, una vez absorbida y libada, crecer y desarrollarnos espiritualmente gracias a ella.

El alma es, por lo tanto, aquello que une al ser humano con una entidad más transcendental y sublime en ese universo que late estrepitosamente, esa entidad sonora y silente que está presente en todas partes y que otorga y demanda energía para renovarse y renovarnos en una unicidad sistemática y recíproca.

El vocablo “alma” procede del latín anĭma, y la RAE lo define como “sustancia espiritual e inmortal de los seres humanos”. Las culturas antiguas, en general, entendían el alma como ese principio en virtud del cual los seres están dotados de movimiento propio y les otorga la vida.

A este respecto, el propio Aristóteles pensaba que el alma concede ese principio vital a los seres vivos con independencia de sus propias características que definen su identidad individual, y en su obra De anima la llamó psyche como “forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida”.

Platón consideraba el alma como la dimensión más importante del ser humano y la dividía entre el alma racional, el alma pasional y el alma apetitiva. El alma racional abarcaría la razón y el autocontrol; el alma pasional las emociones como la ira, la ambición, el orgullo, el coraje, etc.; y el alma apetitiva las necesidades primarias del cuerpo.

Tomás de Aquino, como muchos otros filósofos de la Antigüedad, dividía al ser humano en tres partes inseparables: cuerpo, alma y espíritu. Descartes definía el alma como “cosa pensante”, Spinoza como atributo y modo de la substancia divina, Lessing como aspiración infinita, y Schelling como potencia mística. Para la tradición judeo-cristiana el alma otorga movimiento a la materia viviente y para los católicos el hombre posee una sola alma que constituye su principio vital y es superior al cuerpo. En definitiva, querido lector, el alma recoge lo más noble, transcendental y sublime del ser humano.

Por eso, el libro de la profesora Beatriz Bosio contiene chispas lumínicas en forma de historias traducidas en crónicas que proceden de lo más profundo de su ser: el alma.

Alma es un vocablo, una voz, una palabra, que se repite con frecuencia en esas crónicas con las que nos deleita su autora, incluyendo el título del libro.

En su relato lírico Kurusu, por ejemplo, aparece tan noble vocablo en uno de sus párrafos: Arisco, indómito. Salvaje. Como el alma de aquel soldado chaqueño que había quedado a merced de los vientos de la noche.

Y algo extraordinario en el libro de Beatriz Bosio es que el alma presenta una doble dimensión teleológica. Por un lado, el libro habla de las almas de muchos seres humanos, con las particularidades distintivas de cada una, y, por otro lado, las historias que las contienen proyectan, a su vez, el alma de su autora, puesto que estas han sido escritas con el cálamo de su alma incorpórea, con el estilete de su alma poética, con el punzón de su alma onírica para hacer recordar al lector sensible que las palabras no solamente están hechas de sustancia y materia, sino de tonos y ecos que proceden del alma pura.

Por ello es que en Crónicas desde el alma coexisten chispas de divinidad humana o de humanidad divina y también de poesía, porque desde el principio hasta el final leemos sus crónicas en prosa como si hubieran sido versificadas en endecasílabos o alejandrinos, o como si hubieran sido cinceladas en el papel para ser recitadas con filigranas de oro y vellocinos de argenta.

Las crónicas de Beatriz Bosio proceden de su templo más sagrado, de su recinto más sacratísimo, su alma, y por eso mismo, prosa y poesía se ayuntan y copulan para expresar lo más bello, fino y sutil del mundo que circunda y rodea a la escritora.

Sus crónicas escritas a lo largo de muchos años de periodismo recurren a efectos sonoros, visuales, estéticos, rítmicos y sinestéticos de gran plasticidad. Por esa razón durante la lectura (a modo de periplo y navegación marítima) de sus crónicas y sus diferentes temas nos topamos con imágenes y figuras literarias de gran belleza, entre otras cosas porque algunos de sus protagonistas son poetas divinos y humanos como Manuel Ortiz Guerrero, cuya veta poética nadie consiguió frenar en vida, ni siquiera la terrible enfermedad que padecía.

Beatriz Bosio nos recuerda la voz más sentida y profunda del poeta villarriqueño en algunos de sus magistrales versos llenos de luz y color postmodernista con aires sonoramente románticos:

Porque no tenga mi canción acento

no espere el mundo que me desespere,

a impulsos de alas viajaré en el viento

y he de ser cisne que cantando muere…

Las crónicas de Bea Bosio están preñadas de metáforas verbales y metáfora no verbales o de imágenes metafóricas que hacen, además, que las almas de los lectores se transciendan gentilmente como las hojas de un lapacho paraguayo, metáforas como la guarania se vistió de poesía; el alma de Manú cantaba leve en la pluma de su verdad; la camaradería quedaría por siempre tatuada en el alma; el cese fue seguido de un silencio aterrador, etc.

Y no faltan en las crónicas de Beatriz Bosio las descripciones llenas de vida y cromatismo que esculpe su autora con gran pericia y maestría para acercarnos a algunas de sus vivencias más impactantes acaecidas en el pasado y, en ocasiones, contadas haciendo uso de sonoras y vívidas aliteraciones:

La voz gangosa y el paso arrastrado de las matronas. Los niños encaramados a los hombros de los grandes. Los trajes de gala de los oficiales y la banda de la Marina con toda la potencia de sus platillos y trombones. No había un evento más mágico que aquel espectáculo de fe ambulante. Recuerdo los pañuelos blancos saludando al paso de la imagen, los altares montados por cada familia en homenaje. Los globos al cielo, y de nuevo a mi padre, volviendo a su propia niñez en mi mano pequeña, y en el canto emotivo de su fe de infante.

Ni tampoco faltan en sus crónicas de Bea las enumeraciones construidas sobre la base de complementos de nombre que otorgan dinamismo a la narración: Y Santiago Leguizamón tenía coraje y sabía mucho. Demasiado tal vez porque en sus investigaciones sobre el tráfico de drogas, lavado de dinero, contrabando de soja y robo de vehículos, la información era copiosa., o la magia de la música, el aroma de la cadencia, la hipnosis del ritmo y el éxtasis de la voz poética:

Era una tarde de noviembre cuando ocurrió aquél mágico instante: Don Armando Manzanero había tomado el taxi que lo llevó a la avenida Insurgentes Sur, a la altura del 890 donde estaba el Cabaret la Fuente. Ahí lo esperaba Carmita Jiménez, la cantante boricua con quien andaba componiendo canciones. El clima estaba pesado cuando subió al coche, pero Don Armando más bien sentía la liviandad del buen talante: Le habían pagado esa mañana la quincena en la editorial, y además en el bar donde tocaba por las noches. Ya andaba con buen billete cuando Carmita también decidió que ese día le pagaría las colaboraciones.

Y qué decir de los diálogos insertados en sus crónicas, aquellos también están presentes en ellas; diálogos que añaden humanidad y credibilidad a los personajes protagonistas:

  • Caray se me juntan tres sueldos
  • La señora acaba de irse.
  • Ya no creo que regrese esta noche.
  • Ay Mijito, si quieres venir te hago un par de huevos fritos, que es lo que tengo en la casa.

Otra de las características que poseen estas maravillosas crónicas de la profesora Bea Bosio es la claridad y la sencillez con que presenta en ellas la historia paraguaya. ¿Por qué? La respuesta no es difícil: porque no lo hace con la mirada de la historia que presenta los hechos, los acontecimientos, los episodios de una manera fría, objetiva, excesivamente científica, casi deshumanizada o historicista, sino porque lo hace a través de la voz periodística e intrahistórica, como cuando habla de Pancha Garmendia.

Como saben ustedes, Pancha Garmendia, cuyo nombre completo era Francisca “Pancha” Garmendia Ituarte nació en Asunción en el año de nuestro señor de 1829 y murió a primeras horas de la mañana del 11 de diciembre de 1869 a los 40 años de edad en el campamento de Itanaramí, Curuguaty, ejecutada, dice la historia que se considera verdadera y oficial, por traición y complot contra la vida de Francisco Solano López. Sus padres fueron el español Juan Francisco Garmendia y la paraguaya Dolores Ituarte, quienes murieron hacia 1830, cuando Pancha era muy niña, siendo adoptada por el acaudalado matrimonio integrado por José García del Barrio y Manuela Díaz de Bedoya”. (…) “Dicen que cuando Francisco la vio, se obsesionó con ella. Y es que era difícil quedar indemne ante la belleza de Pancha Garmendia. Dicen que además de su hermosura, era instruida y que aquello la hacía aún más deseada. Desde muy pequeña su vida fue marcada por la tragedia. Su padre había sido fusilado por órdenes del doctor Francia y poco después murió su madre, quedando la niña al amparo de un matrimonio distinguido de la sociedad paraguaya. No tardó en hacerse plena y deslumbrante su hermosura. Tanto que nacionales y extranjeros comentaban sobre ella. Alta, esbelta y armoniosa. De azabache melena contrastando su blancura marmórea y unos ojos azules que hechizaban a cualquiera. De cabeza muy erguida y pobladas cejas. Un andar extraordinario y un espíritu embebido de intachable pureza”.

Querido lector, la profesora Beatriz Bosio comenzó a escribir estas crónicas en el año 2019, y durante tres años y cada domingo, fueron apareciendo a tiempo en su columna habitual de La Nación unas 156 historias maravillosas o, en opinión de su autora, “entrañables”.

Y a través de todas estas crónicas Beatriz Bosio llevó a sus lectores a viajar por Paraguay y por el mundo entero, y los puso en contacto con otros personajes junto con sus historias, vidas, vivencias y vicisitudes; historias de médicos, vidas de ancianos, vivencias y vicisitudes de trabajadores comunes, y amores y desamores de poetas.

Durante tres años los lectores se identificaron con esas grandes historias, con esas crónicas hechas de carne y hueso con las que soñaron e identificaron, con las que aprendieron una lección (o muchas lecciones) de vida y en las que se refugiaron olvidando, quizá, por algún instante, sus propias vidas.

En general, mi querido lector, estas historias están vinculadas, en la voz de su autora, “con dimensiones íntimas de la experiencia humana”, esto es, con actos de coraje y valentía, con miedos y pavores, o, sencillamente con cosas de la vida y de este mundo y con todo aquello que tiene que ver con la pasta de la que está hecha y forjada la naturaleza humana, que nunca dejará de ser ni espiritual, ni alma ni mundana.

Y ahora, te dejo que leas una de esas crónicas forjada con el alma:

MARÍA AUXILIADORA

Todavía recuerdo la mano de mi padre sujetando la mía, en medio de la multitud que se apiñaba en torno a María Auxiliadora en su día. El cielo azul de mayo envuelto en el aire fresco de la tarde, y el barrio engalanado en honor a la Virgen: Banderines blancos y amarillos. Guirnaldas rosas y celestes. Las familias del trayecto de la procesión agrupadas en veredas y en balcones. Los chicos del colegio formando hileras con sus uniformes. Y de pronto los petardos que anunciaban la marcha, al ritmo de un rosario clamado en alto parlante, y María –tan bella– en su carroza de flores.

Mis ojos de niña absorbiendo todo:

La magia en las calles y el pueblo devoto entre salves y vítores.

¡Viva María de los Cielos! ¡Salve Reina Auxiliadora!

La voz gangosa y el paso arrastrado de las matronas. Los niños encaramados a los hombros de los grandes. Los trajes de gala de los oficiales y la banda de la Marina con toda la potencia de sus platillos y trombones. No había un evento más mágico que aquel espectáculo de fe ambulante. Recuerdo los pañuelos blancos saludando al paso de la imagen, los altares montados por cada familia en homenaje. Los globos al cielo, y de nuevo a mi padre, volviendo a su propia niñez en mi mano pequeña, y en el canto emotivo de su fe de infante:

Auxiliadora Madre Mía…”.

Todos los años –a medida que transcurría la vida– era la cita obligada, pactada en el silencio de aquellos días. Aunque el tiempo iba calando en mi inocencia, aunque a veces mi fe desfallecía, era imposible no ir con papá a ese lugar en esa fecha.

Hasta que un avión mudó mi destino y me llevó a otras tierras, y los 24 de mayo comenzaron a ser un recuerdo compartido en una llamada de larga distancia, donde él me contaba los detalles que yo ya sabía. Era una suerte de ritual conversar sobre la procesión. Y aunque a mí la fe se me hubiera alejado en el trajín de otros mundos, lo hacía por él. Pasaron los años, vinieron los nietos, y los rezos se fueron perdiendo en la memoria esquiva. Casi 20 años de ausencia de patria, con visitas fugaces en las fiestas, hacían que apenas llegara a Asunción para estar montada de nuevo en otra despedida.

Los chicos. Las clases. Los tiempos a contrarreloj, y de nuevo aquella eterna intermitencia afectiva.

Por eso jamás imaginé cuando abracé a mi padre sano aquel enero del 2013, que volvería tres meses más tarde a encontrarlo postrado en una cama de terapia intensiva.

El teléfono había sonado en San Pablo.

Papá tuvo un accidente cerebro vascular -dijo mi hermano sin mucho preámbulo.

¿Qué? -pregunté confundida.

Un derrame… Tenés que venir cuanto antes.

Y con ese mandato tomé el vuelo esa misma noche. Asustada, todavía sin asimilar muy bien la noticia, intenté rezar mientras el avión acortaba la distancia. Pero hacía tanto tiempo que no rezaba que parecía haberme olvidado de las palabras. No recuerdo quién me esperaba en el aeropuerto, ni cómo llegué al hospital, pero recuerdo sí cuando me dejaron pasar a verlo al otro día. Era como si todo el peso de los años de pronto le hubiera caído encima. (A él –y a mí– en la culpa ausente de tantas idas y venidas.) Hice un intento para no quebrarme, cuando tomé sus manos en las mías.

Hola –le dije sonriente– como si fuera absolutamente normal que yo estuviera en el país.

No sé si pudo dimensionar la gravedad de su cuadro al verme. Quiero creer que me miró y que me vio intentando contener las lágrimas. No supe que decir al verlo con el respirador y la mirada vidriosa, lacerándome el alma.

–“Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza. A ti, celestial princesa, Virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón, mírame con compasión, no me dejes, Madre mía”.

De repente, desde lo más profundo de mi memoria afectiva brotaron aquellas palabras extrañas. Extrañas, porque esa oración ya ni la recordaba, y de pronto volvía –impecable– y se hacía voz de mujer adulta junto a esa cama. Como si en algún lugar donde me cabe el amor hubiera estado guardada.

Todos los días que visité a mi padre, repetí esa misma rutina. Sus manos en las mías y aquella oración. Como si mi voz fuera el instrumento de su propia plegaria.

Cuando el 9 de abril me dijeron que había partido, pedí verlo por última vez. Ya no tenía que fingir fortaleza ante su cuerpo inerte, y con la voz quebrada lo abracé y le di las gracias. Antes de dejar el cuarto, lo miré por última vez, y de nuevo volvió esa oración a mi alma. Pero esta vez fue distinto. Ya no era para darle el gusto a mi padre. Esta vez era yo –con la inocencia quebrada– implorando consuelo a la dulce Patrona de mi infancia.

Desde entonces, esa plegaria me acompaña. Ha sido mi fortaleza en las noches más oscuras y el bálsamo en la viudez prematura que vino después.

A mí me gusta pensar que esa oración que un día se instaló en mi boca fue el último legado de mi padre, desde el milagro más profundo de su fe.

Y claro que todos los 24 de mayo sigo yendo a ver a María Auxiliadora.

Y por supuesto que, en ese día, ahí a mi lado –indefectiblemente– siempre está él.

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